23. Las buenas noches

mi_cama

Cuando mamá todavía trabajaba, hace más de 30 años, venía a mi pieza a darme el beso de las buenas noches. Yo cenaba con mis hermanos y ella y papá llegaban de la oficina mucho después, cuando yo estaba acostado. Dormía en una cama cucheta, en la de abajo, y ella prendía la luz y yo me tiraba a un costado para que no me encandilara los ojos.

Todavía me acuerdo de su perfume, sus labios pintados de rojo, sus manos y nariz frías, y los pelitos de su tapado haciéndome cosquillas en la cara cuando me abrazaba.
Una noche llegó hasta la puerta, prendió la luz y me preguntó si podía pasar. Se arrodilló a mi lado y me empezó a hablar. Quería saber qué había hecho en el día, que no podía ser otra cosa que ir a la escuela, jugar a los muñequitos y ver la tele mientras tomaba una chocolatada con vainillas.

Y mientras le describía mi vida de niño y ella me miraba con mucha atención, la cama dio un salto. Recuerdo la sacudida, mi cuerpito saltando y aterrizando nuevamente en el colchón. Mamá abrió los ojos, dijo «¡uuuh!» y después rió. Yo me quedé petrificado, aterrado, imaginando qué (o quién), debajo de mi cama, la había hecho saltar. Ella empezó a hablar, como si nada hubiese ocurrido.

Yo era un niño y no cuestionaba a los adultos. Si mamá hacía como que no había pasado nada, yo debía hacer lo mismo. Nunca sacó el tema, y yo tampoco. Hoy soy un adulto y no sé si quiero saber por qué mi cama saltó por los aires.

Lo que verdaderamente me angustia es que llegue el día en que yo sea el padre que va a darle el beso de las buenas noches a sus hijos, que y ocurra algo espantoso como que su cama cobre vida. Ahí voy a estar obligado, como mamá, a hacer de cuenta que eso es algo divertido y que no hay nada para preocuparse.

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